Por Carlos Ramos Maldonado (NY, agosto 7/2019)
Ante el calor infernal del verano meridional
en Nueva York y desfilando con vestido de satén estampado con noticias viejas,
el cuerpo sudoroso del neófito caribeño lo que pide es una cerveza “vestida de
novia” o un “raspao”, ese puñado de hielo hechizo y colores azucarados metido
ahora en vaso de plástico y que se sorbe con ansiedad hasta refrescar el alma y
los pensamientos.
El Northern Boulevart parece el
Cumbiódromo de Barranquilla (no la Vía 40), con la diferencia que acá no soplan
los alisios del noreste a rachas y refrescantes que allá parecen entrar por el
Magdalena, el Río Grande la Patria, como decía el negro Edgar Perea: “¡Mi patria chica, caballero!”. ¡Qué
nostalgia!
Los que desfilan no son humanos, pero
tienen conciencia: son unos seres zoomorfos que ocultan la realidad cotidiana
para admirar esta riqueza ajena y burlarse de aquella miseria propia, como el
mono colorado, alegre, pero aullador para meter cuco (miedo), que abundaba en
el vecino bosque ripario de nuestra Ciudad procera e inmortal, llamado Isla de Salamanca,
antes de que una carretera mal hecha y la quema indiscriminada de mangle lo
destruyera.
Sin embargo, los que han anticipado
investigaciones sobre ese disfraz de carnaval llamado monocuco no han hablado
de la imitación al mico embustero de nuestra selva de galería que cuando lo
domesticaban en el suroriente de la Ciudad (zona habitada por pobladores de
cultura anfibia) se metía sin permiso en las cocinas para robarse la comida mal
puesta, sino al sujeto humano que durante las carnestolendas se volvía
incógnito con una cogulla multicolor de monje letánico (de origen medieval,
inquisidor) y careta criollo-veneciana (antifaz, más babero) con el ánimo de
paliar infidelidades o volverse franco ante quejas reprimidas, pero con voz débil
y distorsionada: “¡Urr, no me conoce, no
me conoce!”, manteniéndose así
protegido de los “lengua mocha”. Y para defenderse del que quisiera quitarle el
tapujo para identificarlo o cortarle los cascabeles alatonados de la gola,
usaba una varita de totumo suazá.
Entonces, el disfraz era individual,
que encarnaba y encarna a un personaje callejero desordenado, burlón, satírico,
saboteador, que entra a las casas o se mete en las reuniones sin ser invitado,
molestando a todo al que se le ocurra, generando una relajación de las normas sociales y diciendo
lo que no se puede a cara limpia. Dice el
investigador ecuatoriano Fabián Corral que “El
‘enmascaramiento’ es una cultura de licencias inusuales, un modo de ser que
asegura el anonimato y la impunidad, que disuelve la vergüenza, libera
comportamientos y edifica decires y mentires”.
Hay un chiste de un travieso muchacho
cojo que se disfrazó de monocuco en Rebolo, donde todo el mundo se reconoce.
Entró a una casa vecina con el ánimo de mamargallo e impostó su voz: “¡Urr, no me conoce, no me conoce!”. La
matrona, que hacía los oficios del patio, le gritó al verlo caminar: “¡A joderte, tú eres el manco de la esquina!”,
a lo que éste ripostó: ¨¡Uuuu, uuuu, ya
me mudé, ya me mudé… ”!
Hoy día, el monocuco es uno de los
símbolos más importantes del carnaval de Barranquilla.
El desfile
de disfraces hasta la plaza Siete de Abril
Cuenta la historia de los comienzos
de los tiempos republicanos de Barranquilla (ciudad sin historia colonial ni
blasones), que para el sábado de carnaval (cuatro días antes del Miércoles de
Cenizas, cuando comienza la cuaresma), los disfraces hacían un recorrido por el
polvoriento callejón Buen Retiro, entre la antigua plaza de la capilla de la
Virgen del Carmen (donde hoy queda el Centro Social Don Bosco, allí mismo donde
vivía la familia de Micaela Lavalle, fundadora del equipo Junior en 1924) hasta
la plaza Siete de Abril (allá en la calle Caldas o de La Amargura).
A este recorrido informal de cumbiamberos
y grupos de pajaritos se sumaban
disfraces individuales y colectivos que, para el caso del denominado en esos
tiempos Barrio Arriba (Rebolo y San Roque, más su área de crecimiento),
semejaban costumbres perdidas, atuendos originales, naturaleza fáunica,
significaciones mistéricas y caricaturas burlescas como indios, congos,
paloteos, garabatos y uno descomplicado que no tenía nombre, pero que para el
coloquio coyuntural parecía “¡monocuco!”,
“¡chévere!”.
Como al final del recorrido, en la
antigua plaza Siete de Abril, se hacían las ruedas de baile y el berroche
carnavalero (cuando a la gente sanamente la pintaban de blanco, con polvo de
almidón), allí se concentraba mucho pueblo citadino o proveniente de las
vecindades como Soledad, Malambo, Galapa, Baranoa y Sabanalarga que vendían sus
productos en el mercado público, campesinos que venían en sus burros, a los que
amarraban bajo la sombra de los almendros mientras ellos disfrutaban de la
saturnalia (de ahí la expresión “salón burrero”).
Así que entre todas las cosas que
sucedían, se daban los encuentros escondidos utilizando el ropaje del monocuco,
ese retrato frívolo sin naturaleza interior que hasta genera curiosidad externa.
Lo jodido fue lo que pasó en uno de
esos salones burreros de carnaval: una pareja de esposos se dispusieron a ir
disfrazados de monocuco, pero a la mujer le dio migraña y a última hora
resolvió no salir. El hombre, al contrario, se fue solo para el baile. Pero
sucedió que a la esposa se le pasó el malestar y decidió colocarse un capuchón
diferente y un antifaz e ir a espiar al marido, a quien, identificando el
disfraz, lo vio cortejando varias mujeres. Entonces aceptó que el hombre de voz
encubierta la pretendiera y con él se escapó en la oscuridad de los callejones
vacíos. Al final de la aventura, ambos se retiraron, cada uno por su lado, sin
reconocerse. A la mañana siguiente, ella le preguntó con cierta ironía: “¿Qué
tal la fiesta de anoche?”, a lo que el hombre respondió: “Pues, la verdad,
sabes que sin ti no me divierto bien, así que decidí irme un rato donde mi
madre ahí cerquita y le presté mi camuflaje al vecino Juancho, tu compadre”.
Del satén a
las lentejuelas
El disfraz de monocuco, como todos
los del carnaval de Barranquilla, ha sufrido una metamorfosis, no tanto por el
ideario del atavío y la coreografía, que, incluso, se ha pretendido preservar
tal sus orígenes inciertos, sino por el devenir comercial de sus insumos, que
en los sectores populares donde nació al garete dependía de influencias
externas y créditos si aranceles. Explico:
El traje principal es una túnica sin
costura ni trazas y con mangas larga que cubre todo el cuerpo hasta los pies,
semejante a la de los cristianos de los primeros siglos, pero sin cordón o
cíngulo en la cintura, quizá para no identificar el género del portante
descorporizado; eso tal vez en una segunda generación, porque de la primera,
que debió existir, no se tiene memoria. La tela debió ser la más liviana y
barata, y tomada de cualquier trapo viejo: sábana, cortina o mantel, al estilo
del ancho manto de los políticos romanos. Después se transformó en hábito
monástico con escapulario o gola y capuchón para la cabeza, más el antifaz que
como mecanismo de defensa o intimidación fosiliza el carácter y el espíritu
propio para tomar la tipificación de un espectro desconocido, pero atractivo,
aunque evite el gesto.
Pero, por qué el satén, tela mercerizada
o satinada?
Esta tela, originaria de Tsia Toung (Zaitun, China) y
caracterizada por su suavidad, consistencia y brillo exterior, en Colombia era
importada por los “turcos” (sirios-libaneses) para hacer camisones, batas y
manteles, pero no ya manufacturada de seda, sino de nylon y poliéster mediante
proceso industrial. Estos turcos, como Jorge (que además tenía una flota de taxis
años 50s en el Suroriente, llamada San Jorge), distribuían los cortes de tela
“fiados” a los vecinos del barrio. Tomás Emilio Ahumada, camionero de Rebolo y
uno de los más ancianos del sector, recuerda que se endeudaba con el turco
Jorge para hacer su capuchón de carnaval. Igual comenta Alfonso Fontalvo,
director de la tradicional danza del Torito: “Tanto congos y toros, como
garabatos, piratas, paloteos, dráculas, monocucos y hasta letanías, hacían sus
disfraces con tela de satín, casi todos los cortes fiados”. Y Roberto Guzmán,
actual representante de la comparsa Los Monocucos de Las Nieves, recuerda que “el
brillo del satín lucía mejor con el sol brillante de los desfiles de carnaval”.
En 1960 abre sus puertas en
Barranquilla la fábrica de hilazas Vanylón, lo que abarató los costos de la
tela y popularizó entonces el cambio del disfraz, de cualquier trapo a satén, o
satín, cómo llaman aún al textil.
Pero después llegó la tela de
lentejuela, …que no incomoda. Entró por la vista, con las películas de rock en
los años 70s, como los Bee Gees (los
«Reyes de la musica disco»), Elton
John, Elvis Presley, John Travolta y Olivia Newton-John. De la gala bajó a la calle y se popularizó durante el
carnaval, comenzando con el uso de aplicaciones que se pegaban a los disfraces.
Hoy, los monocucos combinan entre satén, la lentejuela y el lamé
damasceno, éste de urdimbre metalizado, a veces
labrado.
Estatua de
la libertad, monocuca, cipote mujerón bailando cumbia
Este 2019 el monocuco viajó por vez
primera a Nueva York: unos monocucos periodistas con doble misión: mostrar la
tradición carnavalera a los “Green goes” (como se les llamaba en las Bananas
Republic a los militares yanquis) e informar de retorno los aconteceres de la
expedición de verano en Nueva York.
No es ésta la única oportunidad cuando
unos micos-monos (esta vez multicolores) conquistan la llamada Capital del
Mundo, no. Ya en 1933 el inquieto director de cine Carl Dehnam había llevado al rey Kong, un gigantesco gorila ficticio que
desde el Empire State había oteado el tiempo pasado para recordar su secuestro
en ergástula como sucedió con los negros esclavos traídos de África durante las
colonias europeas.
Y esa ya desaparecida imagen monumental del titánico
primate trepado en un rascacielo tampoco es el único ícono que los turistas
pretenden recuperar de la ciudad global, porque no olvidan las Torres Gemelas
(más por la tragedia) y es tour obligado llegar hasta la corona de la Estatua
de la Libertad de los franceses Bartholdi y Eiffel. “Cipote mujerón bailando
cumbia”, se le ocurrió decir a Efraín Mejía, el desaparecido director de la
Cumbia Soledeña, cuando pisó Nueva York en su ocasión inicial el siglo pasado.
También, son íconos de la gran ciudad “que nunca duerme”, entre otros, las
canciones latinas de Justi Barreto (“Un
verano en Nueva York”), Tito Mendoza (“Luces
de Nueva York”), John Kander y Fred Ebb (“New York, New York”) y, en el
sector financiero, el Toro de Wall Steeet, símbolo
de fuerza y poder.
Los monocucos a los que me refiero en esta
crónica viajera son los 19 integrantes de la comparsa del carnaval de
Barranquilla “La chiva periodística”, que saltaron con sus primicias el Caribe
y más al norte para presentar una muestra en el magnífico desfile del pasado 28
de julio en el Northern Boulevard a través de largas 20 cuadras con motivo de
la celebración de la Colombianidad (esta vez, 200 años de supuesta segunda independencia),
más unos conversatorios sobre historia y cultura carnavalera en varios sitios
de la Ciudad como el Times Square y el festival Queens Boro Dance, además de
conversatorios en la librería Barco de Papel y el estadero Terraza 7, invitados
por el Centro Cultural Colombiano de Nueva York, que dirige Rafael Castelar, y
la Academia School of Dance, de la coreógrafa coterránea Karla Flórez.
La comparsa Chiva Periodística, con sus
monocucos, aportaron a la integración de la multiculturalidad colombiana en
Nueva York, hermanando expresiones parafernálicas que hacen de nuestro país una
sola nación, característica propia del Carnaval de Barranquilla.
La Expedición Nueva York estuvo organizada esta
vez por Luz Mery Lugo, al mando de un matriarcado que alternadamente dirige
para bien el grupo desde 1996, primeramente bajo la dirección de Diva Luz Acuña
y después de Franny Sosa. Como subtitula la novelista Lía Sierra: éste ha sido
un “sancocho de capuchón con arroz de monocuco”.
“Para la Chiva
Periodística es un orgullo haber representado a nuestra ciudad, nuestro
departamento y nuestro país en los actos conmemorativos de la Independencia de
Colombia en Nueva York. Sabemos que sembramos en muchas personas un importante
mensaje de cultura e historia que convierte a nuestro país en un gran atractivo
turístico”, resumió Luz Mery Lugo.
“Monocuco
guava lover, takes prey from the saucepan, drink milk and is a liar”.






No hay comentarios.:
Publicar un comentario