“PATICA”, DE ARQUERO A ARTESANO
Papá, abuelo y hasta más, ejemplo de varias generaciones para no desviar su
rumbo: trabajo honesto y amor a la familia. Por una fuerte patada que le dieron
en la cara, el papá lo levantó a correa, y no siguió en el fútbol. Cuando las
parejas se “salían” sin pecar, pero se armaba el “pleque pleque”.
Por Carlos Ramos Maldonado; fotos y videos Ricardo Pérez Ch.
Rafael Ruiz es un longevo feliz que
muchos de menor edad envidiarían, pues parece de 80 años o menos, y su mente
lúcida y ánimo alegre y bondadoso a flor de piel se constituyen en el elixir de
su vida, cargada de amores filiales y nostalgias agradables.
Como todo rebolero, desciende de
la provincia del Río Magdalena, de esa migración anfibia de sueño urbano de
finales del decimonónico que hacía crecer la Ciudad por el apogeo del muelle de
Puerto Colombia y el transporte vaporino a través de la gigante arteria fluvial,
que también atrajo extranjeros para sacar la producción nacional e importar los
avances europeos, principalmente.
Los padres, él de Sitionuevo y
ella barranquillera descendiente italiana, se acomodaron en los pasajes casi
tuguriales del callejón Tumba Cuatro, entre calles La Cruz y Las Vacas, sector
donde se almacenaban los insumos del mercado público, y por donde criaron a sus
hijos todos dispuestos al trabajo como prole que se respete, en una sociedad
marginal donde el estudio no era una obsesión, sino la informalidad, los afanes
del comercio y las labores domésticas.
De botellero a cancerbero
En ese sano ambiente comenzó a
crecer Rafael, aprendiendo letras callejeras y cuentas retardadas, pero
pateando cuanto objeto redondo encontrara en las calles polvorientas del Barrio
Arriba, desde semillas de aguacate y latas abandonadas hasta bolas de trapo.
Había nacido el 27 de octubre de
1933, fecha sin efemérides en el calendario, pero era un período entre guerras
mundiales que había atraído a Barranquilla a muchos desplazados de Europa y el
Medio Oriente. La hambruna que habían sufrido los había obligado a reinventarse
en estas tierras lejanas.
“El matadero público quedaba
cerca, en lo que después se llamó Zona Negra, y la gente no comía vísceras de
ganado, eso era comida de perro. Pero los judíos llegaban a buscarla para hacer
sus manjares, y así comenzó a cambiarse la cultura alimentaria de nosotros”,
comenta recordando viejos tiempos, en los que también los gitanos comenzaron a
comprar cuanta chatarra les llevaran: “Las botellas de vidrio y de lata eran
muy apetecidas para ellos, también el hierro, el aluminio y el cobre”.
Así que Rafael, ya adolescente,
se metió a botellero, recogiendo frascos y cartones en las calles o
cambiándolos en las casas por bisuterías, frutas y golosinas.
-Botellas por huevo´e iguana o
enyucados –recordaba.
Y los fines de semana con sus
amigos de cuadra improvisaban líneas del incipiente fútbol para jugar en calles
y solares o en los playones de la calle Soledad, descamisados, primero con bolas
de trapo, y después balones de pitón, dominados a pies descalzos, de donde
recibió el apodo de “Patica”. Casi siempre, al terminar, se iban a otear por el
Barrio Chino o por los alrededores del Caño de la Ahuyama o los jagüeyes de La
Luz a “vacilarla” en los montes.
Más adelante, ya perteneciente a
equipos juveniles, se hizo portero en el recreativo Chapultepec, que jugaba en
las canchas Bavaria y de la antigua leche Polar, también en las plazas 7 de
Abril y 11 de Noviembre, donde, además, participaban el Chino Marriaga, Juan
Quintero y Rigoberto García, que hicieron parte del primer equipo profesional
del Junior en 1948.
En un partido, quiso quitarle la
pelota de los pies a “Memuerde” García y recibió una patada de mulo en la cara
que lo privó un buen rato. Cuando regresó a su casa todo golpeado, el padre lo
levantó a correazos y le prohibió volver a jugar fútbol: iba apenas para sus
quince años.
“Salirse” sin pecar
Como ya estaba crecidito buscó
trabajo formal y lo vincularon de todero en la fábrica de jabones y velas “Las
Llaves”, que utilizaba insumos del sebo del matadero, y parafina, por lo que le
tocaba a pie ir a buscar la materia prima y después repartir las cajas del
producto. Pero en poco tiempo consiguió algo mejor, que lo inspiró laboralmente
el resto de su vida: trabajador de astilleros y portuario, también todero: pailero,
soldador, carpintero, estibador, calafatero y hasta imaginario armador de
buques.
Estuvo en varios astilleros (Barranquilla,
Unial, La Loma, entre algunos), cuando la ciudad en las décadas de los 40 y 50s
tenía el mejor sistema portuario del país, tanto fluvial como marítimo, lo que
había desarrollado la industria y el comercio local, hoy en serio y preocupante
declive.
En sus andanzas libres por el
Barrio Arriba, para los años 50s ya llamados San Roque, Rebolo, Montes, La Luz
y Las Nieves, y sus idas a cines (que en el sector había el mayor número de la
Ciudad), conoció a la joven Augusta Martínez López, que vivía en el bolsillo
Jerusalén, entre los teatros Victoria y Alameda, y comenzó un furtivo romance cuya
primera etapa terminó la noche que solitarios salieron muy tarde de cine y la
niña tenía miedo de llegar tan demorada a su casa; entonces se fueron para
donde una tía cercana y allí pasaron la noche, pero cada uno por su lado. Como
se decía en aquellos tiempos: Se “salieron”, pero no pecaron. Así que al día
siguiente fueron con testigos y padrinos a la casa de los padres de la novia para
resolver la convivencia a pesar del “pleque pleque” que se formó, siendo esta
la segunda etapa de ese amorío que duró casi 70 años con resultados altamente
favorables de cinco hijos (Gustavo, Maritza, Armando, Álvaro y Dallys) y hasta
ahora 21 nietos, 35 bisnietos y 3 tataranietos. La tercera etapa es el amor
marital ausente, pues la matrona falleció el 30 de abril del 2020, vacío que
ahora supera con afectos y encuentros familiares.
Entre sillas y barcos de velas
Después de obrero portuario,
estuvo en Cervecería Águila y Textiles Jaar, industria esta que funcionaba en
el barrio Las Nieves, donde la familia se mudó, habitando desde los 70s en una
plácida casona, con patio, traspatio, jardines y taller de artesanía.
El nonagenario Rafael Ruiz es,
revisando otras cuentas, el rebolero de mayor edad, disfrutando de la vida, la
familia, los vecinos y amigos, en andanzas pedestres que cubren no solo la casa
todos los días, sino las cuadras aledañas y, a veces, Rebolo y Las Nieves,
incluso, estancias para departir ratos con hijos y amigos en tiendas de barrio
(los clubes sociales del Sur).
Como en la zona las fiestas
familiares se hacían en casa, hasta los velorios, y las verbenas eran
multitudinarias, se le ocurrió con su vecino Hilario Ramos el emprendimiento de
hacer y alquilar mesas y sillas para fiestas, negocio que aun él mantiene con la
ayuda de algunos hijos y nietos.
-Ya no las fabricamos, porque son
de plástico, pero también se parten, sobre todo en peleas –dice sonriendo.
Y de los sobrantes de la carpintería en los primeros tiempos, se le ocurrió el ejercicio artesanal por hobby: armar barcos de velas en miniaturas, labor en la que lleva el tiempo de pensionado por Colpensiones, unos 30 años, y a la que dedica varias horas cada día, casi siempre para regalar o por encargo para ferias, o si alguien quiere negociar, aquí está su número de WhatsApp: 3002802140.





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