sábado, 30 de agosto de 2025

Rafael Ruiz Bossio, el rebolero de mayor edad:

“PATICA”, DE ARQUERO A ARTESANO

Papá, abuelo y hasta más, ejemplo de varias generaciones para no desviar su rumbo: trabajo honesto y amor a la familia. Por una fuerte patada que le dieron en la cara, el papá lo levantó a correa, y no siguió en el fútbol. Cuando las parejas se “salían” sin pecar, pero se armaba el “pleque pleque”.

Por Carlos Ramos Maldonado; fotos y videos Ricardo Pérez Ch.

Rafael Ruiz es un longevo feliz que muchos de menor edad envidiarían, pues parece de 80 años o menos, y su mente lúcida y ánimo alegre y bondadoso a flor de piel se constituyen en el elixir de su vida, cargada de amores filiales y nostalgias agradables.

Como todo rebolero, desciende de la provincia del Río Magdalena, de esa migración anfibia de sueño urbano de finales del decimonónico que hacía crecer la Ciudad por el apogeo del muelle de Puerto Colombia y el transporte vaporino a través de la gigante arteria fluvial, que también atrajo extranjeros para sacar la producción nacional e importar los avances europeos, principalmente.

Los padres, él de Sitionuevo y ella barranquillera descendiente italiana, se acomodaron en los pasajes casi tuguriales del callejón Tumba Cuatro, entre calles La Cruz y Las Vacas, sector donde se almacenaban los insumos del mercado público, y por donde criaron a sus hijos todos dispuestos al trabajo como prole que se respete, en una sociedad marginal donde el estudio no era una obsesión, sino la informalidad, los afanes del comercio y las labores domésticas.

De botellero a cancerbero

En ese sano ambiente comenzó a crecer Rafael, aprendiendo letras callejeras y cuentas retardadas, pero pateando cuanto objeto redondo encontrara en las calles polvorientas del Barrio Arriba, desde semillas de aguacate y latas abandonadas hasta bolas de trapo.

Había nacido el 27 de octubre de 1933, fecha sin efemérides en el calendario, pero era un período entre guerras mundiales que había atraído a Barranquilla a muchos desplazados de Europa y el Medio Oriente. La hambruna que habían sufrido los había obligado a reinventarse en estas tierras lejanas.

“El matadero público quedaba cerca, en lo que después se llamó Zona Negra, y la gente no comía vísceras de ganado, eso era comida de perro. Pero los judíos llegaban a buscarla para hacer sus manjares, y así comenzó a cambiarse la cultura alimentaria de nosotros”, comenta recordando viejos tiempos, en los que también los gitanos comenzaron a comprar cuanta chatarra les llevaran: “Las botellas de vidrio y de lata eran muy apetecidas para ellos, también el hierro, el aluminio y el cobre”.

Así que Rafael, ya adolescente, se metió a botellero, recogiendo frascos y cartones en las calles o cambiándolos en las casas por bisuterías, frutas y golosinas.

-Botellas por huevo´e iguana o enyucados –recordaba.

Y los fines de semana con sus amigos de cuadra improvisaban líneas del incipiente fútbol para jugar en calles y solares o en los playones de la calle Soledad, descamisados, primero con bolas de trapo, y después balones de pitón, dominados a pies descalzos, de donde recibió el apodo de “Patica”. Casi siempre, al terminar, se iban a otear por el Barrio Chino o por los alrededores del Caño de la Ahuyama o los jagüeyes de La Luz a “vacilarla” en los montes.

Por algo lo apodaban “Patica”

Más adelante, ya perteneciente a equipos juveniles, se hizo portero en el recreativo Chapultepec, que jugaba en las canchas Bavaria y de la antigua leche Polar, también en las plazas 7 de Abril y 11 de Noviembre, donde, además, participaban el Chino Marriaga, Juan Quintero y Rigoberto García, que hicieron parte del primer equipo profesional del Junior en 1948.

En un partido, quiso quitarle la pelota de los pies a “Memuerde” García y recibió una patada de mulo en la cara que lo privó un buen rato. Cuando regresó a su casa todo golpeado, el padre lo levantó a correazos y le prohibió volver a jugar fútbol: iba apenas para sus quince años.

“Salirse” sin pecar

Como ya estaba crecidito buscó trabajo formal y lo vincularon de todero en la fábrica de jabones y velas “Las Llaves”, que utilizaba insumos del sebo del matadero, y parafina, por lo que le tocaba a pie ir a buscar la materia prima y después repartir las cajas del producto. Pero en poco tiempo consiguió algo mejor, que lo inspiró laboralmente el resto de su vida: trabajador de astilleros y portuario, también todero: pailero, soldador, carpintero, estibador, calafatero y hasta imaginario armador de buques.

Estuvo en varios astilleros (Barranquilla, Unial, La Loma, entre algunos), cuando la ciudad en las décadas de los 40 y 50s tenía el mejor sistema portuario del país, tanto fluvial como marítimo, lo que había desarrollado la industria y el comercio local, hoy en serio y preocupante declive.

En sus andanzas libres por el Barrio Arriba, para los años 50s ya llamados San Roque, Rebolo, Montes, La Luz y Las Nieves, y sus idas a cines (que en el sector había el mayor número de la Ciudad), conoció a la joven Augusta Martínez López, que vivía en el bolsillo Jerusalén, entre los teatros Victoria y Alameda, y comenzó un furtivo romance cuya primera etapa terminó la noche que solitarios salieron muy tarde de cine y la niña tenía miedo de llegar tan demorada a su casa; entonces se fueron para donde una tía cercana y allí pasaron la noche, pero cada uno por su lado. Como se decía en aquellos tiempos: Se “salieron”, pero no pecaron. Así que al día siguiente fueron con testigos y padrinos a la casa de los padres de la novia para resolver la convivencia a pesar del “pleque pleque” que se formó, siendo esta la segunda etapa de ese amorío que duró casi 70 años con resultados altamente favorables de cinco hijos (Gustavo, Maritza, Armando, Álvaro y Dallys) y hasta ahora 21 nietos, 35 bisnietos y 3 tataranietos. La tercera etapa es el amor marital ausente, pues la matrona falleció el 30 de abril del 2020, vacío que ahora supera con afectos y encuentros familiares.

Entre sillas y barcos de velas

Después de obrero portuario, estuvo en Cervecería Águila y Textiles Jaar, industria esta que funcionaba en el barrio Las Nieves, donde la familia se mudó, habitando desde los 70s en una plácida casona, con patio, traspatio, jardines y taller de artesanía.

El nonagenario Rafael Ruiz es, revisando otras cuentas, el rebolero de mayor edad, disfrutando de la vida, la familia, los vecinos y amigos, en andanzas pedestres que cubren no solo la casa todos los días, sino las cuadras aledañas y, a veces, Rebolo y Las Nieves, incluso, estancias para departir ratos con hijos y amigos en tiendas de barrio (los clubes sociales del Sur).

Amigos que lo visitan a su casa

Como en la zona las fiestas familiares se hacían en casa, hasta los velorios, y las verbenas eran multitudinarias, se le ocurrió con su vecino Hilario Ramos el emprendimiento de hacer y alquilar mesas y sillas para fiestas, negocio que aun él mantiene con la ayuda de algunos hijos y nietos.

-Ya no las fabricamos, porque son de plástico, pero también se parten, sobre todo en peleas –dice sonriendo.

Y de los sobrantes de la carpintería en los primeros tiempos, se le ocurrió el ejercicio artesanal por hobby: armar barcos de velas en miniaturas, labor en la que lleva el tiempo de pensionado por Colpensiones, unos 30 años, y a la que dedica varias horas cada día, casi siempre para regalar o por encargo para ferias, o si alguien quiere negociar, aquí está su número de WhatsApp: 3002802140.

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